quarta-feira, 22 de fevereiro de 2012

El presidente, el gobierno y el Estado, por Fernando Mires


Por Fernando Mires | 22 de Febrero, 2012
Hay hechos históricos que resultan inexplicables sin previo conocimiento de las tradiciones en donde estos ocurren. Uno de estos hechos ha sido la caída del presidente alemán Christian Wulff. Para gran parte de los alemanes, la renuncia de Christian Wulff era ineludible. Por cierto, nadie esperaba –como han insinuado algunos comentaristas- que el presidente fuera un santo. Solo querían un digno representante del Estado. Nada más. Pero también, nada menos.
Una de las tarea primordiales del presidente es representar al Estado y en una república parlamentaria es, además, marcar la diferencia entre el gobierno y el Estado. O lo que es igual: demostrar, a veces con su simple presencia, que el Estado se encuentra por sobre el gobierno. Eso explica por qué la única función política que corresponde al presidente es la de disolver el parlamento cuando de ahí no surge una mayoría gubernamental, o cuando el parlamento otorga un voto de desconfianza al gobierno.
A diferencia de algunos presidentes latinoamericanos o asiáticos, quienes imaginan ser propietarios del Estado, en una república parlamentaria el Estado representa a todos los miembros de una nación, algo que ningún gobierno podría –ni debería- representar jamás. El gobierno, a su vez, no es más que una parte del Estado, y no siempre la más importante. Por la misma razón, el presidente, una vez elegido –elección muy política por lo demás- no forma parte de la lucha por el poder. La presidencia es, digámoslo así, la representación simbólica de la existencia de “un poder sobre el poder”

En cierto sentido la presidencia en los sistemas parlamentarios puede ser comparada con el rol de las monarquías parlamentarias. Pero hay una diferencia. Mientras el presidente representa al Estado, en la monarquía lo reencarna. Esa es la razón por la cual un rey o reina no puede renunciar jamás pues lleva, por así decirlo, el espíritu del Estado tatuado en el cuerpo. Por esa misma razón la presidencia en una república parlamentaria no es condena perpetua, señalizándose así que ningún humano puede ser portador de la infinitud del poder. En Alemania la presidencia dura sólo cinco años con posibilidad de reelección por un igual periodo.
En fin, aunque es el cargo más alto de la nación, la presidencia es un puesto de trabajo que para ser ejercido requiere de algunas condiciones. Lo interesante del caso es que esas condiciones aparecen no cuando se cumplen sino cuando no se cumplen.
Las condiciones no son muchas: Tener una hoja limpia de vida, cierto conocimiento del juego político, aptitud retórica, prestancia para desenvolverse en ceremonias públicas y, sobre todo, ser respetado, o por lo menos reconocido, por quienes fueron alguna vez enemigos políticos. En breve: el presidente no es un mandatario; es un dignatario. Y la diferencia es importante. Por lo menos en el caso de Christian Wulff, lo fue.
Christian Wulff no había sido un mal político. Como muchos, sin ser corrupto -al estilo de un Berlusconi por ejemplo- mostraba ciertas tendencias a la corrupción. Desde su gobernación en la Baja Sajonia mantenía amistades influyentes, aceptaba obsequios, y recompensaba a sus clientes, aunque sin provocar escándalos. Ese pasado, ni sucio ni limpio, saldría a relucir -había que esperarlo- durante el ejercicio de su presidencia, y nadie pensó que por eso debía renunciar. El problema es que Wulff no supo defenderse desde y con la dignidad de su nuevo cargo. Al contrario, utilizó pequeñas triquiñuelas, mentiras y –algo imperdonable en una democracia- amenazas a la prensa. En breve, Wulff seguía actuando como el político provinciano que nunca había dejado de ser. Y ese no era el presidente que la ciudadanía quería.
En la vida de la Alemania de post-guerra han pasado diversos presidentes. La gran mayoría no ha dejado huellas. De algunos se cuentan anécdotas. Heinrich Lübke (1959-1969) por ejemplo, quien al llegar a un país africano saludó así: “queridos negros”. Algunos como Walter Scheel (1974-1979) no resistieron la tentación de entrometerse en política contingente. Karl Karstens (1979-1984) quien lo único que hizo fue emprender largas y románticas caminatas. Roman Herzog (1994-1999) reprendía a los políticos como un padre rudo y enojón. Johannes Rau (1999-2004) era imitado por un excelente cómico quien abría y cerraba la boca sin decir nada. Horst Kohler (2004-2010) que venía del mundo de la economía, se entrometió en la política internacional y hubo de renunciar. En fin, ha habido varios presidentes, pero un solo Gran Presidente en la historia democrática de Alemania: Richard von Weizsäcker.
Von Weizsäcker (1984-1994) será siempre recordado por su prestancia, su sencillez, su orgullosa humildad, y sobre todo, por sus memorables discursos. Fue el primer presidente que reconoció no sólo la culpabilidad sino también la responsabilidad en el Holocausto. Fue, además, el primero que se refirió al “8 de mayo”, día de la capitulación, como a la “liberación” y no como a la “derrota” de Alemania, algo que la ultraderecha alemana todavía no le perdona
Weizsäcker puso muy alto la vara presidencial. Nadie ha podido alcanzarla. Quizás esa fue otra de las razones que provocó la caída de Christian Wulff.
El nuevo presidente, Joachim Gauck, se encuentra, como pocos, en condiciones de mantener su cargo cerca de la vara de Von Weizsäcker. De todos es quien ha llegado portando consigo el más respetable pasado: Gauck fue un activo luchador en la resistencia en contra de la dictadura comunista en la desaparecida RDA. Si su nuevo presente no se aleja de la dignidad de su pasado, a Alemania espera, sin duda, otro gran presidente.