quarta-feira, 1 de agosto de 2012

Reprodução do preconceito no emprego das palavras judiar, judiado....


Carmen Morán
do jornal El Pais
El diccionario está hecho con el propósito de que se puedan consultar palabras que ayuden a comprender no solo un texto del español actual, sino de aquel con el que Quevedo adornaba sus páginas. Esa es la razón, explican en la Real Academia, de que algunos vocablos chisporroteen en la mentalidad moderna. Son molestos, ofensivos, irritantes, merecedores de cambios o acotaciones. Pero los académicos no encuentran motivos de expulsión: su misión se limita, señalan, a dar cuenta de lo que hay, el diccionario “no es más que un catálogo, nosotros no promovemos un uso ni una palabra”, solo se recoge con pretensión notarial, dice José Antonio Pascual, vicedirector de la Academia. El secretario de la institución, Darío Villanueva, comparte la opinión: “Recogemos las palabras que funcionan y podemos perfeccionar las definiciones, corregir errores..., pero no se puede concebir un diccionario celestial, porque las palabras definen lo conveniente y lo inconveniente, lo justo y lo injusto, como decía Aristóteles”.
 Diversos colectivos y personas llaman cada año a la puerta de la institución proponiendo cambios, matices, nuevas palabras. Estos días fueron los judíos quienes pidieron la expulsión definitiva del término judiada: acción mala, que tendenciosamente se consideraba propia de judíos. La Academia contesta a todos, pero no siempre de acuerdo con sus requerimientos. La respuesta a este colectivo ha sido no. De una forma general, Villanueva dice: “No se puede confundir la palabra con la actitud y el sentimiento. ¿Quién admitiría un diccionario expurgado?, sería inquisitorial”.
Inquisición. Eso le recuerda al escritor Manuel Rivas, académico de la lengua gallega, que también los judíos tendrían alguna palabra para definir el sufrimiento que les infligían los guardianes de la ortodoxia católica, pero ese término no se encuentra en el diccionario. ¿Por qué? “Porque ya se sabe que quien tiene el diccionario tiene el poder”. Rivas no quiere dejarse engañar con “posiciones de supuesta neutralidad, que suelen ser conservadoras” y cree que esto cabe para diccionarios y Academias. “A veces el lenguaje es un elemento de dominación y hay que desenmascararlo”. No cree que sea exacto eso de que el lenguaje recoge la realidad, sino que “el lenguaje agresivo, de dominio, de desprecio, precede a un estado real de desprecio y de dominio. No refleja, anticipa”, dice. “El lenguaje es un campo de batalla, un espacio de lucha, es ingenuo verlo de otra forma; es un espejo de las relaciones de poder, y los que trabajan con las palabras no pueden ser ajenos a ello”, añade.

"Las palabras no reflejan, anticipan", sostiene el escritor Manuel Rivas
Así que, el escritor gallego entiende muy bien “la hipersensibilidad de ciertos colectivos” con algunos términos y “como decía Elías Canetti [el escritor sefardí]: si hay palabras para producir odio y dominar, para la guerra, también las hay para liberarse”.
Pero eso no significa que se expulsen términos, aunque el escritor no lo descarta —“En el diccionario gallego se ha quitado gitanada”— porque, a su parecer, “tirar una palabra también constituye una agresión. En la quema de libros de los nazis en 1933 no se echaba a la hoguera el libro de Freud, en realidad era quemar al propio Sigmund Freud”, ejemplifica. “No hay por qué ignorar un término, pero sí significarlo”. Lo que pide es que se incluyan palabras y que se modifiquen. De nuevo cita al diccionario gallego, donde la palabra matrimonio incluye la unión entre dos personas, independientemente de su sexo. “Eso da cabida a todo el mundo”, dice. La Real Academia también ha modificado esta entrada para ajustarla a la legislación.
Reclama, finalmente, una actitud por parte de los académicos que vaya más allá del mero reflejo de cierta realidad: pide que sean promotores, no solo notarios, a la búsqueda de esas palabras para la paz, porque “hay que llamar a la gente como quiere ser llamada, siempre fruto de un consenso”. Coinciden con él en la necesidad de cierta promoción o de iniciativas sobre la lengua por parte de la Academia algunos colectivos feministas, que han batallado por modificar o incluir algunos términos desde hace años. La economista y editora Ana Mañeru Méndez, algunos años vinculada al Instituto de la Mujer, lo explica con un ejemplo, el de la poeta norteamericana Emily Dickinson: “Se saltó todas las reglas de la lengua, las de puntuación, las mayúsculas, atribuía el género como le parecía, descolocaba las estrofas y no la destrozó ni la afeó, sino que abrió otro universo de expresión”. Cree que la lengua, “una herramienta poderosa de control y poder, no necesita tantas normas —porque se excluye a aquellos que no la usan como queda estipulado—, sino una actitud por parte de los académicos de observación, de admiración, de asombro, incluso de devoción por lo que ocurre, por cómo vive y evoluciona. Sin embargo, la Academia se limita a recoger algunos términos cuando ya es inevitable, porque el ridículo sería grande, cuando el fenómeno está consolidado”. Y finaliza: “Yo tampoco estoy por eliminar palabras, pero sí por introducir algunas, como prostituidor. El papel de la RAE debe ser activo, no de propiedad, de promotores, no de guardianes”.
Los académicos están acostumbrados a las críticas y las quejas desde 1726, con aquel primer Diccionario de autoridades. En 1818, cuando ya Fernando VII había vuelto a España con su absolutismo y su Inquisición, un fraile denunció a la Academia por su definición de caos: desorden antes de la creación. “Antes de la creación no había nada, dijo el fraile, por tanto, el texto era herético”, relata Darío Villanueva. La Academia resistió el envite. Ahora tiene normas para resistir algunos otros, que no son pocos. “Quizá esto es más desconocido, pero las empresas titulares de marcas registradas son refractarias a que esas marcas se conviertan en nombre común; tenemos maicena, teflón, zodiac, y nos piden insistentemente que las quitemos. Alegan propiedad”. La respuesta que reciben es que “la gente las usa ignorando su origen y no se puede expropiar a los hablantes de sustantivos comunes. Una cosa es la patente avalada por investigación o fórmula y otra, la palabra que la designa”, dice Villanueva.

En 1818 un fraile acusó a la Academia de herética por su definición de caos
Y para aquellos que piden una actitud promotora, esta es la respuesta: “Nosotros no inventamos, ni patrocinamos, ni promovemos. Eso puede hacerlo la gente y, si tiene éxito, podemos incluir los términos”, aclara.
Cita también las llamadas marcas del diccionario (en desuso, obsceno, coloquial, vulgar) como matices ilustrativos para aquellos vocablos que pueden resultar insultantes. A la Academia se le ha acusado de muchas cosas, reconoce Villanueva, “de gazmoños y de pacatos en términos de sexo, por ejemplo, y es verdad, se han incorporado muchas palabras que tenían que estar, como mamada”. También se les dice que no están al tanto de lo que se mueve a su alrededor, que son lentos de reacción. “Tiempo al tiempo”, dicen. “Las palabras deben pasar un mínimo de cinco años de cuarentena para ver si se consolidan. El año pasado se presentó a pleno pagafantas, que incluso daba nombre a una película; se discutió y se sometió a la revisión de continuidad: ya no se usa. Estamos viendo también si se consolida perroflauta”, menciona Villanueva. Es decir, si alcanza las condiciones que le darán entrada en el diccionario, sobre todo una frecuencia de uso.
Esta es la función de la Academia, recoger lo que se habla en la calle cuando satisface las normas establecidas. De ahí la existencia de palabras malsonantes, términos incómodos o hirientes. Después de todo, dice Villanueva, “eso no significa que los hablantes tengan la obligación de usarlos”. Cierto, pero así como un uso masivo concede la entrada en el diccionario, el desuso no la hará desaparecer nunca, porque han de quedar como referentes de un habla del pasado.
El escritor Andrés Trapiello deja esta reflexión mediante un correo electrónico: “Las palabras mueren de muerte natural, no porque lo decida ninguna Academia. La palabra judiada respondía a tiempos en los que en la España tridentina se veía a los judíos como responsables de la crucifixión, igual que la palabra jesuítico remite a cuando los jesuitas se apoderaron del Estado con malas artes. La comunidad judía o la Compañía de Jesús, que saben mucho de expulsiones, están en su derecho de pedir la expulsión de esas palabras del diccionario, pero seguirán utilizándose, si hay gente que las encuentra expresivas y en según qué contexto, o se arrumbarán por desusadas. Y como en todo, si hay personas a las que molesta, no cuesta nada, por cortesía, no usarlas; tenemos otras muchas en el diccionario para significar lo que queríamos decir con ellas”, dice.
No se conforma con esa ausencia de uso la escritora “española y judía” Esther Bendahan. “Las palabras responden a un inconsciente colectivo y su percepción sobre minorías. Si no se explican, si se descontextualizan, se las despoja del significado exacto. No digo quitarlas, porque interesa la historia de esa palabra, pero sí desactivarlas, si nos ponemos ciertas fronteras el uso va desapareciendo, hay que explicarlas. Y eso también se hace en el diccionario”.

Rapid growth in 19th Century Germany due to absence of copyright?

A German economic historian, Eckhard Hoeffner, has been getting a lot of attention for a study he’s written arguing that Germany’s massive industrial expansion in the 19th century was due to the absence of copyright law. Hoeffner argues that Germany, which did not adopt copyright widely until late in the century, enjoyed a massive proliferation of cheap books in the years where there was no copyright bar to piracy, and that the resulting explosion of knowledge, which spread into every corner of Germany, laid the foundation for the country’s industrial might.
And here’s the most interesting thing about the Hoeffner study. Hoeffner compares the situation in Germany in the 19th Century to that in the United Kingdom, which had put a copyright law, the Statute of Anne, into place in 1709.  As you might imagine, there was a lot more book piracy in Germany versus the U.K.  But there were also a lot more original books produced:
“German authors during this period wrote ceaselessly. Around 14,000 new publications appeared in a single year in 1843. Measured against population numbers at the time, this reaches nearly today’s level. And although novels were published as well, the majority of the works were academic papers.
The situation in England was very different. “For the period of the Enlightenment and bourgeois emancipation, we see deplorable progress in Great Britain,” Höffner states.
Indeed, only 1,000 new works appeared annually in England at that time — 10 times fewer than in Germany — and this was not without consequences. Höffner believes it was the chronically weak book market that caused England, the colonial power, to fritter away its head start within the span of a century, while the underdeveloped agrarian state of Germany caught up rapidly, becoming an equally developed industrial nation by 1900.”
British readers were poorly served by U.K. copyright.  But British publishers made a killing:
“Publishers in England exploited their monopoly shamelessly. New discoveries were generally published in limited editions of at most 750 copies and sold at a price that often exceeded the weekly salary of an educated worker . . . .Their customers were the wealthy and the nobility, and their books regarded as pure luxury goods. In the few libraries that did exist, the valuable volumes were chained to the shelves to protect them from potential thieves.”
“In Germany during the same period, publishers had plagiarizers — who could reprint each new publication and sell it cheaply without fear of punishment — breathing down their necks. Successful publishers were the ones who took a sophisticated approach in reaction to these copycats and devised a form of publication still common today, issuing fancy editions for their wealthy customers and low-priced paperbacks for the masses.”
The German copyright-free market didn’t only produce more books, it also produced a mix of books that was very different from what was found in the U.K.  German literary output was tilted toward academic and scientific works, as well as practical business and trade books focusing on agriculture, medicine, mechanics, and manufacturing. This is a sharp contrast with the U.K., where the market was dominated by works of literature, philosophy, theology, languages and historiography. So German publishers produced more works of value to ordinary Germans and the German economy. And U.K. publishers produced more works of value to the 19th Century version of the 1%.
A lot of what Hoeffner finds in his study resonates with our arguments in The Knockoff Economy. We are not copyright abolitionists.  But arguments like Hoeffner’s should lead us to question the strength and reach of copyright’s grounding justification. Copyright is necessary, we are told, to induce authors to produce new creative works. But the evidence from 19th Century Germany and Britain undercut that claim. It isn’t just that copyright failed to spark the production of more new works in Britain. It’s that the absence of copyright resulted in more and better works in Germany. Before we wrote The Knockoff Economy, we probably would have been surprised by Hoeffner’s findings. After having written the book, we’re not surprised at all.