segunda-feira, 24 de junho de 2013

Brasil ¿Un nuevo ciclo de luchas populares?




Las grandes manifestaciones populares de protesta en Brasil demolieron en la práctica una premisa cultivada por la derecha, y asumida también por diversas formaciones de izquierda -comenzando por el PT y siguiendo por sus aliados: si se garantizaba “pan y circo” el pueblo –desorganizado, despolitizado, decepcionado por diez años de gobierno petista- aceptaría mansamente que la alianza entre las viejas y las nuevas oligarquías prosiguieran gobernando sin mayores sobresaltos. La continuidad y eficacia del programa “Bolsa Familia” aseguraba el pan, y la Copa del Mundo y su preludio, la Copa Confederación, y luego los Juegos Olímpicos, aportarían el circo necesario para consolidar la pasividad política de los brasileños. Esta visión, no sólo equivocada sino profundamente reaccionaria (y casi siempre racista) quedó hecha añicos en estos días, lo que revela la corta memoria histórica y el peligroso autismo de la clase dominante y sus representantes políticos a quienes se les olvidó que el pueblo brasileño supo ser protagonista de grandes jornadas de lucha y que sus períodos de quietismo y pasividad alternaron con episodios de súbita movilización que rebasaron los estrechos marcos oligárquicos de un estado apenas superficialmente democrático. Basta recordar las multitudinarias movilizaciones populares que impusieron la elección directa del presidente a comienzos de los años ochentas; las que precipitaron la renuncia de Fernando Collor de Melo en 1992 y la ola ascendente de luchas populares que hicieron posible el triunfo de Lula en el 2002. El quietismo posterior, fomentado por un gobierno que optó por gobernar con y para los ricos y poderosos, creo la errónea impresión de que la expansión del consumo de un amplio estrato del universo popular era suficiente para garantizar indefinidamente el consenso social. Una pésima sociología se combinó con la traidora arrogancia de una tecnocracia estatal que al embotar la memoria hizo que los acontecimientos de esta semana fueran tan sorpresivos como un rayo en un día de cielos despejados.La sorpresa enmudeció a una dirigencia política de discurso fácil y efectista, que no podía comprender -y mucho menos contener- el tsunami político que irrumpía nada menos que en medio de los fastos futboleros de la Copa Confederación. Fue notable la lentitud de la respuesta gubernamental, desde las intendencias municipales hasta los gobiernos estaduales y el propio gobierno federal.Opinólogos y analistas adscriptos al gobierno insisten ahora en colocar bajo la lupa estas manifestaciones, señalando su carácter caótico, su falta de liderazgo, la ausencia de un proyecto político de recambio. Sería mejor que en lugar de exaltar las virtudes de un fantasioso “posneoliberalismo” de Brasilia y de pensar que lo ocurrido tiene que ver con la falta de políticas gubernamentales hacia un nuevo actor social, la juventud, dirigieran su mirada hacia los déficits de la gestión gubernativa del PT y sus aliados en un amplio abanico de temas cruciales para el bienestar de la ciudadanía. Plantear que las protestas fueron causadas por el aumento de 20 centavos de real en el transporte público de Sao Paulo es lo mismo que, salvando las distancias, afirmar que la Revolución Francesa se produjo porque, como es sabido, algunas panaderías de la zona de la Bastilla habían aumentado en unos pocos centavos el precio del pan. Confunden estos propagandistas el detonante de la rebelión popular con las causas profundas que la provocan, que dicen relación con la enorme deuda social de la democracia brasileña, apenas atenuada en los últimos años del gobierno Lula. El disparador, el aumento en el precio del boleto del transporte urbano, tuvo eficacia porque según algunos cálculos para un trabajador que gana apenas el salario mínimo en Sao Paulo el costo diario de la transportación para concurrir a su trabajo equivale a poco más de la cuarta parte de sus ingresos. Pero esto sólo pudo desencadenar la oleada de protestas porque se combinaba con la pésima situación de los servicios de salud pública; el sesgo clasista y racista del acceso a la educación; la corrupción gubernamental (un indicador: la presidenta Dilma Rousseff ha echado a varios ministros por esta causa), la ferocidad represiva impropia de un estado que se reclama como democrático y la arrogancia tecnocrática de los gobernantes, en todos sus niveles, ante las demandas populares que son desoídas sistemáticamente: caso de la reforma de la previsión social, o de la paralizada Reforma Agraria o los reclamos de los pueblos originarios ante la construcciones de grandes represas en la Amazonía. Con estas asignaturas pendientes, hablar de “posneoliberalismo” revela, en el mejor de los casos, indolencia del espíritu crítico; en el peor, una deplorable sumisión incondicional al discurso oficial.
A la explosiva combinación señalada más arriba hay que sumar el creciente abismo que separa al común de la ciudadanía de la partidocracia gobernante, incesante tejedora de toda suerte de inescrupulosas alianzas y transformismos, que burlan la voluntad del electorado sacrificando identidades partidarias y adscripciones ideológicas. No por casualidad todas las manifestaciones expresaban su repudio a los partidos políticos. Un indicador del costo fenomenal de esa partidocracia –que resta recursos al erario público que podrían destinarse a la inversión social- está dado por lo que en Brasil se denomina el Fondo Partidario, que financia el mantenimiento de una maquinaria meramente electoralista y que nada tiene que ver con ese “príncipe colectivo”, sintetizador de la voluntad nacional-popular del que hablara Antonio Gramsci. Un solo dato será suficiente: a pesar de que la población exige infructuosamente mayores presupuestos para mejorar los servicios básicos que hacen a la calidad de la democracia, el mencionado fondo pasó de distribuir 729.000 reales en 1994 a la friolera de 350.000.000 de reales en el 2012, y está por acrecentarse aún más en el curso de este año. Esa enorme cifra habla con elocuencia del hiato que separa representantes de representados: ni los salarios reales ni la inversión social en salud, educación, vivienda y transporte tuvieron la prodigiosa progresión experimentada por una casta política completamente apartada de su pueblo y que no vive para la política sino que vive, y muy bien, de la política, a costa de su propio pueblo.
¿Eso es todo? No, hay algo más que provocó la furia ciudadana. El exorbitante costo en que incurrió Brasilia a cuenta de una absurda “política de prestigio” encaminada a convertir al Brasil en un “jugador global” en la política internacional. La Copa del Mundo de la FIFA y los Juegos Olímpicos exigirán enormes desembolsos que podrían haber sido utilizados más provechosamente en solucionar añejos problemas que afectan a las clases populares. Hubiera sido bueno que se recordara que México no sólo organizó una sino dos Copas del Mundo en 1970 y 1986, y los Juegos Olímpicos de 1968. Ninguno de estos grandes fastos convirtió a México en un jugador global de la política mundial: pero aún, sirvieron para ocultar los problemas reales que irrumpirían con fuerza en la década de los noventas y que perduran hasta el día de hoy. Según la ley aprobada por el congreso brasileño la Copa del Mundo dispone de un presupuesto inicial de 13.600 millones de dólares, que seguramente aumentará a medida que se acerque la inauguración del evento, y se estima que los Juegos Olímpicos demandarán una cifra aún mayor. Conviene aquí recordar una sentencia de Adam Smith, cuando decía que “lo que es imprudencia y locura en el manejo de las finanzas familiares no puede ser responsabilidad y sensatez en el manejo de las finanzas del reino.” Quien en su hogar no dispone de ingresos suficientes que garanticen la salud, la educación y una adecuada vivienda para su familia no puede ser elogiado cuando gasta lo que no tiene en una costosísima fiesta.
La dimensión de este despropósito queda graficado, como observa con perspicacia el sociólogo y economista brasileño Carlos Eduardo Martins, cuando compara el costo del programa “Bolsa Familia”, 20.000 millones de reales, con el que devoran los intereses de la deuda pública: 240.000 millones de reales. Es decir, que en un año los tiburones financieros de Brasil y del exterior, niños mimados del gobierno, reciben como compensación a sus tramposos préstamos el equivalente doce planes “Bolsa Familia” por año. Según un estudio de la Auditoría Ciudadana de la Deuda, en el año 2012 el desembolso por concepto de intereses y amortizaciones de la deuda pública insumió el 47.19 por ciento del presupuesto nacional; por contraposición, se le dedicó a la salud pública el 3.98 por ciento, a la educación el 3.18 por ciento y a l transporte el 1.21 por ciento. Con esto no se quiere disminuir la importancia del programa “Bolsa Familia” sino de resaltar la escandalosa gravitación de la sangría originada por una deuda pública-ilegítima hasta la médula- que ha hecho de los banqueros y especuladores financieros los principales beneficiarios de la democracia brasileña o, más precisamente, de la plutocracia reinante en el Brasil. Por eso tiene razón Martins cuando observa que la dimensión de la crisis exige algo más que reuniones de gabinete y conversaciones con algunos líderes de los movimientos sociales organizados. Propone, en cambio, la realización de un plebiscito para una reforma constitucional que recorte los poderes de la partidocracia y empodere de verdad a la ciudadanía; o para derogar la ley de auto-amnistía de la dictadura; o para realizar una auditoría integral sobre la turbia génesis de la escandalosa deuda pública (como hizo Rafael Correa en el Ecuador). Agrega también que no basta con decir que el 100 por ciento de los royalties que origine la explotación del enorme yacimiento petrolero del Pre-Sal serán dedicados, como lo declaró Rousseff, a la educación, en la medida en que no se diga cuál será la proporción que el estado captará de las empresas petroleras. En Venezuela y Ecuador el estado retiene por concepto de royalties entre el 80 y el 85 por ciento de lo producido en boca de pozo. ¿Y en Brasil quién fijará ese porcentaje? ¿El mercado? ¿Por qué no establecerlo mediante una democrática consulta popular?
Como puede colegirse de todo lo anterior, es imposible reducir la causa de la protesta popular en Brasil a una eclosión juvenil. Es prematuro prever cual será el futuro de estas manifestaciones, pero de algo estamos seguros. El “¡Que se vayan todos!” de la Argentina del 2001-2002 no pudo constituirse como una alternativa de poder, pero por lo menos señaló los límites que ningún gobierno podría volver a traspasar so pena de ser derrocado por una nueva insurgencia popular. Más aún, las grandes movilizaciones populares en Bolivia y Ecuador demostraron que sus flaquezas y su inorganicidad -como las que hoy hay en Brasil- no le impidieron tumbar a gobernantes que sólo solo lo hacían a favor de los ricos. Las masas que salieron a la calle en más de cien ciudades brasileñas pueden tal vez no saber adónde van, pero en su marcha pueden acabar con un gobierno que claramente eligió ponerse al servicio del capital. Brasilia haría muy bien en mirar lo ocurrido en los países vecinos y tomar nota de esta lección que presagia crecientes niveles de ingobernabilidad si persiste en su alianza con la derecha, con los monopolios, con el agronegocios, con el capital financiero, con los especuladores que desangran al presupuesto público de Brasil. La única salida a todo esto es por la izquierda, potenciando no en el discurso sino con hechos concretos, el protagonismo popular y adoptando políticas coherentes con el nuevo sistema de alianzas. No sería exagerado pronosticar que un nuevo ciclo de ascenso de las luchas populares estaría dando comienzo en el gigante sudamericano. Si así fuera lo más probable sería una reorientación de la política brasileña, lo cual sería una muy buena noticia para la causa de la emancipación de Brasil y de toda Nuestra América.
* Una versión resumida de esta nota salió publicada en la edición dominical de Página/12, del 23 de Junio del corriente año.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

Los militares de EE.UU. y la desintegración de África



TomDispatch

Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens

El Golfo de Guinea. Lo dijo sin el menor indicio de ironía o embarazo. Era uno de los grandes triunfos del Comando África de EE.UU. El Golfo… de Guinea.
No importa que la mayoría de los estadounidenses no puedan encontrarlo en un mapa o no hayan oído hablar de las naciones que están en sus costas como Gabón, Benín, y Togo. No importa que solo cinco días antes de que yo hablara con el principal portavoz de AFRICOM, el Economist haya preguntado si el Golfo de Guinea estaba a punto de convertirse en “otra Somalia”, porque la piratería había aumentado un 41% de 2011 a 2012 e iba rumbo a empeorar aún más en 2013.
El Golfo de Guinea era una de las áreas primordiales en África donde “la estabilidad”, me aseguró el portavoz del comando, había “mejorado significativamente”, y los militares de EE.UU. habían jugado un papel importante en lograrlo. ¿Pero qué decía eso sobre tantas otras áreas del continente que, desde el establecimiento de AFRICOM, habían sido devastadas por golpes, insurgencias, violencia, y volatilidad?
Un cuidadoso examen de la situación de la seguridad en África sugiere que está en camino a convertirse en la Zona Cero para una verdadera diáspora del terror puesta en movimiento después del 11-S y que solo se ha acelerado en los años de Obama. La historia reciente indica que mientras las operaciones de “estabilidad” de EE.UU. en África han aumentado, la militancia se ha propagado, los grupos insurgentes han proliferado, sus aliados han tambaleado o cometido abusos, el terrorismo ha aumentado, la cantidad de Estados fallidos ha crecido, y el continente se ha desestabilizado.
El evento sintomático en este tsunami contraproducente fue la participación de EE.UU. en una guerra para deponer al autócrata libio Muamar Gadafi que ayudó a enviar al vecino Malí, un bastión apoyado por EE.UU. contra el terrorismo regional, a una espiral descendente, provocando la intervención de los militares franceses con respaldo estadounidense. La situación podría empeorar a medida que las fuerzas armadas de EE.UU. se involucran aún más. Ya están expandiendo sus operaciones aéreas en todo el continente, participando en misiones de espionaje para los militares franceses, y utilizando otras instalaciones previamente no reveladas en África.
La diáspora del terror
En el año 2000 un informe preparado bajo los auspicios del Instituto de Estudios Estratégicos del U.S. Army War College examinó el “entorno de la seguridad africana”. Aunque mencionaba “movimientos internos separatistas o rebeldes” en “Estados débiles”, así como protagonistas no estatales como milicias y “ejércitos de señores de la guerra”, no mencionó el extremismo islámico o importantes amenazas terroristas transnacionales. De hecho, antes de 2001, EE.UU. no reconocía ninguna organización terrorista en África subsahariana.
Poco después de los ataques del 11 de septiembre un alto funcionario del Pentágono afirmó que la invasión estadounidense de Afganistán podría hacer salir “terroristas” de ese país hacia naciones africanas. “Terroristas asociados con al Qaeda y grupos terroristas indígenas siguen estando presentes en esa región”, dijo. “Esos terroristas amenazarán, por supuesto, a personal e instalaciones de EE.UU.”
Al ser apremiado sobre peligros transnacionales existentes, el funcionario mencionó a los militantes somalíes, pero finalmente admitió que incluso los islamistas más extremos en ese país “no se han involucrado realmente en actos de terrorismo fuera de Somalia”. De la misma manera, al ser interrogado sobre conexiones entre el grupo central de al Qaeda de Osama bin Laden y extremistas africanos, mencionó solo los lazos más débiles, como el “saludo” de bin Laden a militantes somalíes que mataron a soldados estadounidenses durante el infame incidente de Black Hawk derribado en 1993.
A pesar de esto, EE.UU. envió personal a África como parte de la Fuerza Combinada Conjunta de Tareas – Cuerno de África (CJTF-HOA) en 2002. El año siguiente, CJTF-HOA se estableció en Camp Lemonnier en Yibuti, donde reside hasta la fecha en la única base de EE.UU. oficialmente reconocida en África.
Mientras CJTF-HOA iniciaba sus actividades el Departamento de Estado lanzó un programa multimillonario en dólares en contra del terrorismo, conocido como Iniciativa Pan-Sáhel, para reforzar las fuerzas armadas de Malí, Níger, Chad y Mauritania. En 2004, por ejemplo, equipos de entrenamiento de Fuerzas Especiales se enviaron a Malí como parte de esa iniciativa. En 2005 el programa se expandió para incluir a Nigeria, Senegal, Marruecos, Argelia y Túnez, y se rebautizó Cooperación de Contraterrorismo Transahariana.
En un artículo del New York Times Magazine Nicholas Schmidle señaló que el programa incluía despliegues durante todo el año de personal de Fuerzas Especiales para “entrenar a ejércitos locales en el combate contra insurgencias y rebeliones y para impedir que bin Laden y sus aliados se expandan en la región”. Cooperación de Contraterrorismo Transahariana y su programa acompañante del Departamento de Defensa, conocido entonces como Operación Libertad Duradera-Transahariana, fueron, por su parte, incorporadas en el Comando África de EE.UU. cuando se hizo cargo de la responsabilidad militar por el continente en 2008.
Como señaló Schmidle, los efectos de los esfuerzos de EE.UU. en la región parecían estar en conflicto con los objetivos declarados de AFRICOM. “Al Qaida estableció refugios en el Sáhel y en 2006 adquirió una franquicia norteafricana [Al Qaida en el Magreb Islámico], escribió. “Los ataques terroristas en la región aumentaron tanto en número como en letalidad”.
Así es. Una mirada a la lista oficial de organizaciones terroristas del Departamento de Estado indica un continuo aumento de los grupos islámicos radicales en África junto al crecimiento de los esfuerzos en contra del terrorismo de EE.UU. , con la adición del Grupo de Combate Islámico Libio en 2004, al-Shabaab en Somalia en 2008, y Andar al-Dine en Malí en 2013. En 2012, el general Carter Ham, entonces jefe de AFRICOM, agregó a los militantes islamistas de Boko Haram en Nigeria a su propia lista de amenazas extremistas.
El derrocamiento de Gadafi en Libia por una coalición intervencionista que incluyó a EE.UU., Francia y Gran Bretaña, empoderó de la misma manera a una serie de nuevos grupos islamistas como las Brigadas Omar Abdul Rahman, que desde entonces han realizado múltiples ataques contra intereses occidentales, y Ansar al-Sharia, vinculado a al-Qaida, cuyos combatientes atacaron instalaciones estadounidenses en Bengasi, Libia, el 11 de septiembre de 2012 y mataron al embajador Christopher Stevens y a otros tres estadounidenses. De hecho, justo antes de ese ataque, según el New York Times , la CIA estaba rastreando a “una serie de grupos militantes armados dentro y alrededor” de esa ciudad.
Según Frederic Wehrey, un veterano analista político en la Fundación Carnegie por la Paz Internacional y experto en Libia, ese país es ahora un “terreno fértil” para militantes provenientes de la Península Arábiga y otros sitios en Medio Oriente así como de otros sitios en África para reclutar combatientes, recibir entrenamiento, y recuperarse. “Se ha convertido realmente en un nuevo centro”, me dijo.
La rebatiña de Obama por África
La guerra respaldada por EE.UU. en Libia y los posteriores esfuerzos de la CIA son solo dos de las numerosas operaciones que han proliferado en todo el continente bajo el presidente Obama. Incluyen una múltiple campaña militar y de la CIA contra militantes en Somalia consistente de operaciones de inteligencia, una prisión secreta, ataques de helicópteros, ataques de drones, e incursiones de comandos estadounidenses; una fuerza expedicionaria de operaciones especiales (reforzada por expertos del Departamento de Estado) despachada para ayudar a capturar o matar al líder del Ejército de Resistencia del Señor (LRA), Joseph Kony y sus máximos comandantes en las selvas de la República Centroafricana, el Sur de Sudán, y la República Democrática del Congo; un masivo flujo de financiamiento para operaciones de contraterrorismo en toda África Oriental; y, solo en los últimos cuatro años, cientos de millones de dólares gastados en el armamento y entrenamiento de tropas africanas occidentales para servir como testaferros estadounidenses en el continente. Desde 2010 a 2012, el propio AFRICOM gastó 836 millones de dólares al expandir su alcance en toda la región, primordialmente a través de programas para instruir, asesorar y orientar a militares africanos.
En los últimos años, EE.UU. ha entrenado y equipado a soldados de Uganda, Burundi, y Kenia, entre otras naciones, para misiones como la persecución de Kony. También han servido como fuerza por encargo para EE.UU. en Somalia, parte de la Misión de la Unión Africana (AMISON) protegiendo al gobierno apoyado por EE.UU. en la capital de ese país, Mogadishu. Desde 2007 el Departamento de Estado ha invertido unos 650 millones de dólares en apoyo logístico, equipamiento, y entrenamiento de tropas de AMISON. El Pentágono ha agregado 100 millones más desde 2011.
EE.UU. también sigue financiando ejércitos africanos a través de la Cooperación de Contraterrorismo Transahariana y su análoga en el Pentágono, conocida como Operación Escudo Juniper, con creciente apoyo a Mauritania y Níger después del colapso de Malí. En 2012 el Departamento de Estado y la Agencia de Desarrollo Internacional de EE.UU. agregaron aproximadamente 52 millones a los programas, mientras el Pentágono pagó otros 46 millones.
En los años de Obama el Comando África de EE.UU. también creó un sofisticado sistema, conocido oficialmente como Red de Distribución de Superficie AFRICOM, pero al que se refieren coloquialmente como “la nueva ruta de las especias”. Sus núcleos principales están en Manda Bay, Garissa, y Mombasa en Kenia; Kampala y Entebbe en Uganda; Bangui y Djema en la República Centroafricana; Nazara en el Sur de Sudán; Dire Dawa en Etiopía; y la obra maestra del Pentágono en África, Camp Lemonnier.
Además, el Pentágono ha operado una campaña aérea regional utilizando drones y aviones tripulados desde aeropuertos y bases en todo el continente incluyendo Camp Lemonnier, el aeropuerto Arba Minch en Etiopía, Niamey en Níger, y las Islas Seychelles en el Océano Índico, mientras aviones operados por contratistas privados han realizado misiones partiendo de Entebbe, Uganda. Recientemente, Foreign Policy informó sobre la existencia de una posible base de drones en Lamu, Kenia.
Otro emplazamiento crítico es Uagadugú, capital de Burkina Faso, sede de un Destacamento Aéreo de Operaciones Especiales Conjuntas, y la iniciativa de Apoyo Aéreo de Aerotransporte de Despegue y Aterrizaje Cortos que, según documentos militares, apoya “actividades de alto riesgo” realizadas por fuerzas de elite de la Fuerza de Tareas Transahariana de Operaciones Especiales Conjuntas. El teniente coronel Scott Rawlinson, portavoz del Comando África de Operaciones Especiales, me dijo que la iniciativa provee “apoyo de evacuación de emergencia para víctimas de enfrentamientos de pequeños equipos de naciones asociadas en todo el Sáhel”, aunque documentos oficiales señalan que semejantes acciones han representado históricamente solo un 10% de las horas de vuelo mensuales.
Aunque Rawlinson puso reparos a la discusión del alcance del programa citando preocupaciones por la seguridad operacional, documentos militares indican que está aumentando rápidamente. Entre marzo y diciembre del año pasado, por ejemplo, la iniciativa de Apoyo Aéreo de Aerotransporte de Despegue y Aterrizaje Cortos hizo 233 vuelos. En solo los tres primeros meses de este año, realizó 193.
El portavoz de AFRICOM, Benjamin Benson, ha confirmado a TomDispatch que operaciones aéreas estadounidenses realizadas desde la Base Aérea 101 en Niamey, capital de Níger, están suministrando “apoyo para la recolección de inteligencia con fuerzas francesas realizando operaciones en Malí y con otros socios en la región”. Negándose a entrar en detalles sobre aspectos específicos de las misiones por razones de “seguridad operacional”, agregó que, “en cooperación con Níger y otros países en la región, estamos comprometidos a apoyar a nuestros aliados… Esta decisión incluye operaciones de inteligencia, vigilancia, y reconocimiento dentro de la región”.
Benson también confirmó que los militares de EE.UU. han utilizado el Aeropuerto Internacional Léopold Sédar Senghor en Senegal para escalas técnicas así como para el “transporte de equipos que participan en actividades de cooperación en la seguridad” como misiones de entrenamiento. Confirmó un acuerdo similar para el uso del Aeropuerto Internacional Bole en Addis Abeba en Etiopía. En total, los militares de EE.UU. ahora tienen acuerdos para utilizar 29 aeropuertos internacionales en África como centros para escalas de reabastecimiento de combustible.
Benson se mostró más reservado respecto a operaciones aéreas desde la Zona de Aterrizaje Nzara en la República de Sudán del Sur, lugar de uno de varios tenebrosos puestos de operación avanzada (incluyendo otro en Djema en la República Centroafricana y un tercero en Dungu en la República Democrática del Congo) que han sido utilizados por fuerzas de Operaciones Especiales de EE.UU. “No queremos que Kony y su gente sepan […] a qué tipos de aviones deben prestar atención”, dijo. No es ningún secreto, sin embargo, que los recursos aéreos de EE.UU. en África y sus aguas costeras incluyen drones Predator, Global Hawk y Scan Eagle, helicópteros sin tripulación MQ-8, aviones EP-3 Orion, aviones Pilatus, y aviones E-8 Joint Stars.
El año pasado, en sus operaciones en permanente expansión, AFRICOM planificó 14 importantes ejercicios conjuntos de entrenamiento en el continente, incluso en Marruecos, Uganda, Botsuana, Lesoto, Senegal y Nigeria. En uno de ellos, un evento anual conocido como Atlas Accord, miembros de las Fuerzas Especiales de EE.UU. viajaron a Malí para realizar entrenamiento con fuerzas locales. “Los participantes fueron muy atentos, y pudimos mostrarles nuestras tácticas y también ver las suyas” dijo el capitán Bob Luther, líder de equipo en el Grupo 19 de las Fuerzas Especiales.
El colapso de Malí
Mientras la guerra respaldada por EE.UU. en Libia estaba derribando a Gadafi, combatientes nómades tuareg a su servicio saquearon los amplios alijos de armas del régimen, cruzaron la frontera hacia su nativo Malí y comenzaron a apoderarse de la parte septentrional de ese país. La cólera de las fuerzas armadas del país por la reacción ineficaz ante la rebelión del gobierno democráticamente elegido condujo a un golpe militar. Fue dirigido por Amadou Sanogo, un oficial que había recibido intenso entrenamiento en 2004 entre 2004 y 2010 como parte de la Iniciativa Pan-Sáhel. Después de derrocar la democracia de Malí, él y los demás oficiales resultaron ser aún menos efectivos en la tarea de encarar los eventos en el norte.
Con el país sumido en el caos, los combatientes tuaregs declararon un Estado independiente. Pronto, sin embargo, fuertemente armados islamistas rebeldes del grupo nacional Ansar al-Dine así como de al-Qaida en el Magreb Islámico, Ansar al-Sharia de Libia, y Boko Haram de Nigeria, entre otros, expulsaron a los tuaregs, se apoderaron de gran parte del norte, instituyeron una versión dura de la ley Sharía, y crearon una crisis humanitaria que causó sufrimientos generalizados, lo que llevó a la partida de refugiados.
Esos eventos causaron serias dudas sobre la eficacia de los esfuerzos de la lucha contra el terrorismo de EE.UU. “Este espectacular fracaso revela que en EE.UU. probablemente subestimaron las complejas peculiaridades socio-culturales de la región y malinterpretaron las realidades en el terreno”, me dijo Berny Sèbe, experto en el Norte y el Oeste de África en la Universidad de Birmingham en el Reino Unido. “Esto llevó a que fueran burdamente manipulados por intereses locales sobre los cuales tenían, después de todo, un control muy limitado”.
Después de otra serie de victorias islamistas y atrocidades generalizadas los militares franceses intervinieron encabezando una coalición de tropas chadianas, nigerianas y de otros países africanos, con apoyo de EE.UU. y los británicos. Las fuerzas dirigidas por extranjeros rechazaron a los islamistas quienes cambiaron de una táctica convencional a otra de guerrillas, incluyendo atentados suicidas.
En abril, después que un ataque semejante mató a tres soldados chadianos, el presidente del país anunció que sus fuerzas, apoyadas durante mucho tiempo por EE.UU. a través de la Iniciativa Pan-Sáhel, se retirarían de Malí. “El ejército de Chad no es capaz de enfrentar el tipo de guerra de guerrillas que está emergiendo”, dijo. Mientras tanto, los restos de los militares malienses respaldados por EE.UU. que combatían junto a los franceses, fueron mencionados por graves violaciones de los derechos humanos en su intento de recuperar el control de su país.
Después de la intervención francesa en enero, el entonces Secretario de Defensa, Leon Panetta, dijo: “Por el momento no se piensa en enviar soldados estadounidenses”. Poco tiempo después 10 militares estadounidenses fueron enviados para ayudar a las fuerzas francesas y africanas, mientras otros 12 eran asignados a la embajada en la capital maliense, Bamako.
Mientras señala rápidamente que la espiral descendiente en Malí tuvo mucho que ver con su corrupto gobierno, débiles fuerzas armadas, y crecientes niveles de descontento étnico, Wehrey de la Fundación Carnegie menciona que la guerra en Libia fue “un evento sísmico para el Sáhel y el Sahara”. De vuelta de una misión de indagación a Libia, agregó que los efectos de la revolución ya están repercutiendo mucho más allá de las porosas fronteras de Malí.
Wehrey citó recientes conclusiones del Grupo de Expertos del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, que monitorea un embargo de armas impuesto a Libia en 2011. “En los últimos 12 meses”, informó el panel, “la proliferación de armas de Libia ha continuado a un ritmo preocupante y se ha propagado a nuevos territorios: África Occidental, el Levante [la región del Mediterráneo Oriental], y potencialmente incluso el Cuerno de África. Flujos ilícitos [de armas] desde ese país están dando alas a conflictos existentes en África y en el Levante y enriqueciendo los arsenales de una serie de actores no estatales, incluyendo grupos terroristas.”
Creciente inestabilidad
El colapso de Malí después de un golpe dirigido por un oficial entrenado por EE.UU. y la huida de Chad de la lucha en ese país son solo dos indicadores de cómo le ha ido a EE.UU. en sus esfuerzos militares en África después del 11 de septiembre. “En dos de los otros tres Estados del Sáhel involucrados en la iniciativa pan-Sáhel del Pentágono, Mauritania y Níger, ejércitos entrenados por EE.UU. también han tomado el poder en los últimos ocho años”, señaló el periodista William Wallis en el Financial Times . “En el tercero, Chad, llegaron cerca de lograrlo en un intento en el año 2006”. Existen informaciones de que otro complot para un golpe que involucraba a miembros de las fuerzas armadas chadianas fue descubierto durante esta primavera.
En marzo, el general Patrick Donahue, comandante del ejército estadounidense en África, dijo a la entrevistadora Gail McCabe que el noroeste de África era crecientemente “problemático”. Al-Qaida, dijo, trabajaba para desestabilizar Argelia y Túnez. En septiembre pasado, de hecho, cientos de manifestantes islamistas atacaron el complejo de la embajada de EE.UU. en Túnez, y le prendieron fuego. Más recientemente, Camille Tawil en el CTC Sentinel , la publicación oficial del Centro de Combate contra el Terrorismo en la Academia Militar de EE.UU. en West Point, escribió que en Túnez “yihadistas están reclutando abiertamente a jóvenes militantes y enviándolos a campos de entrenamiento en las montañas, especialmente a lo largo de las fronteras con Argelia”.
La intervención francesa respaldada por EE.UU. en Malí también condujo a un ataque terrorista de venganza en enero contra la planta de gas Amena en Argelia. Realizado por la brigada al-Mulatamin, uno de los nuevos grupos militantes vinculados a al-Qaida en el Magreb Islámico emergentes en la región, condujo a la muerte de cerca de 40 rehenes, incluyendo a tres estadounidenses. Planificado por Mokhtar Belmokhtar, veterano de la guerra respaldada por EE.UU. contra los soviéticos en Afganistán en los años 80, fue solo el primero en una serie de reacciones ante las intervenciones estadounidenses y occidentales en el norte de África que pueden tener implicaciones trascendentales.
El mes pasado las fuerzas de Belmokhtar también unieron sus fuerzas con combatientes del Movimiento por la Unidad y la Yihad en África Occidental (otro grupo militante islamista de reciente creación) para realizar ataques coordinados contra una mina de uranio dirigida por franceses y una base militar cercana en Agadez, Níger, en la que murieron por lo menos 25 personas. Un ataque reciente contra la embajada francesa en Libia por militantes locales es visto también como una represalia por la guerra francesa en Malí.
Según Wehrey, de la Fundación Carnegie, la presión de los militares franceses también ha tenido el efecto adicional de revertir el flujo de militantes, enviando a muchos de vuelta a Libia para recuperarse y obtener más entrenamiento. Combatientes islamistas nigerianos expulsados de Malí han vuelto a su país nativo con más entrenamiento y tácticas innovadoras así como armas pesadas de Libia. Aguerridos insurgentes islamistas extremistas de dos grupos nigerianos, Boko Haram y el más nuevo, aún más radical Ansaru, han escalado un conflicto que se está gestando desde hace tiempo en ese gigante petrolero africano occidental.
Durante años fuerzas nigerianas han sido entrenadas y apoyadas por EE.UU. a través del programa Entrenamiento y Ayuda para Operaciones de Contingencia en África. El país también ha contado con el Financiamiento para Militares Extranjeros de EE.UU., que suministra subsidios y préstamos para adquirir armamento y equipos producidos en EE.UU. y financia entrenamiento militar. En los últimos años, sin embargo, las reacciones brutales de las fuerzas nigerianas a lo que había sido una secta islamista marginal han transformado a Boko Haram en una fuerza terrorista regional.
La situación se ha vuelto tan seria que el presidente Goodluck Jonathan declaró recientemente un estado de emergencia en el norte de Nigeria. El mes pasado el Secretario de Estado John Kerry se pronunció respecto a “alegaciones verosímiles de que fuerzas de seguridad nigerianas están cometiendo graves violaciones de los derechos humanos que, por su parte, solo hacen escalar la violencia y nutren el extremismo”. Después que un militante de Boko Haram mató a un soldado en la localidad de Baga, por ejemplo, soldados nigerianos atacaron la ciudad, destruyeron más de 2.000 casas y mataron a unas 183 personas.
De la misma manera, según un reciente informe de las Naciones Unidas, el Batallón 391 de Comandos del ejército congolés, formado con apoyo de EE.UU. y entrenado durante ocho meses por fuerzas de Operaciones Especiales de ese país, participó posteriormente en violaciones masivas y otras atrocidades. Huyendo del avance de un brutal grupo rebelde (no islámico) recientemente formado, conocido como M23, sus soldados se unieron a otros soldados congoleses en la violación de cerca de 100 mujeres y más de 30 niñas en noviembre de 2012.
“Este magnífico batallón establecerá una nueva señal en la continua transformación del ejército de esta nación, para ser un ejército dedicado y comprometido con el profesionalismo, la responsabilidad, la sustentabilidad, y una seguridad significativa”, dijo el brigadier general Christopher Haas, jefe del Comando de Operaciones Especiales África de EE.UU. cuando el batallón se graduó de su entrenamiento en 2010.
Antes en este año el comandante entrante de AFRICOM, general David Rodriguez, declaró al Comité de Servicios Armados del Senado que un estudio de la unidad había establecido que sus “oficiales y reclutas parecen motivados, organizados, y entrenados en maniobras y tácticas de unidades pequeñas” aunque hubo “mediciones limitadas para medir la efectividad en el combate del batallón y su capacidad en la protección de civiles”. El informe de la ONU dice algo diferente. Por ejemplo, describe a “un muchacho de 14 años […] muerto a tiros el 25 de noviembre de 2012 en la aldea de Kalungu, territorio Kalehe, por un soldado del Batallón 391. El muchacho volvía de los campos cuando dos soldados trataron de robar su cabra. Cuando trató de resistir y huir, uno de los soldados lo mató.”
A pesar de años de la ayuda militar estadounidense a la República Democrática del Congo, M23 ha asestado fuertes golpes a su ejército y, según Rodriguez de AFRICOM, está desestabilizando la región. Pero no lo ha hecho solo. Según Rodriguez, M23 “no constituiría la amenaza que representa actualmente sin apoyo externo incluyendo la evidencia de apoyo del gobierno ruandés.”
Durante años, EE.UU. ayudó a Ruanda mediante diversos programas, incluyendo la iniciativa Internacional de Educación y Entrenamiento Militar y el Financiamiento Militar en el Extranjero. El año pasado, EE.UU. redujo 200.000 dólares en su ayuda militar a Ruanda, una señal de su desaprobación del apoyo de ese gobierno al M23. A pesar de todo, como Rodriguez de AFRICOM admitió ante el Senado antes este año, EE.UU. sigue “apoyando la participación de Ruanda en las misiones de mantenimiento de la paz de las Naciones Unidas en África”.
Después de años de ayuda estadounidense, incluyendo el apoyo de consejeros de las fuerzas de Operaciones Especiales, los militares de la República Centroafricana fueron recientemente derrotados y el presidente de ese país derrocado por otro grupo rebelde (no islamista) recientemente formado, conocido como Seleka. Enseguida, los jefes del ejército de ese país prometieron su lealtad al líder del golpe, mientras hostilidad por parte de los rebeldes y sus aliados forzó a EE.UU. y sus aliados a suspender su caza de Joseph Kony.
Socio estratégico y baluarte de los esfuerzos de EE.UU.en contra del terrorismo , Kenia recibe cada año cerca de 1.000 millones de dólares en ayuda de EE.UU. y elementos de sus fuerzas armadas han sido entrenados por fuerzas de Operaciones Especiales de ese país. Pero en septiembre pasado Jonathan Horowitz de Foreign Policy , informó de afirmaciones de que “escuadrones de la muerte de contraterrorismo de Kenia […] matan y hacen desaparecer personas”. Después, Human Rights Watch llamó la atención a la reacción de los militares kenianos a un ataque en noviembre de un pistolero desconocido que mató a tres soldados en la localidad norteña de Garissa. El “ejército keniano rodeó la ciudad, impidió que cualquiera saliera o entrara, y comenzó a atacar a residentes y comerciantes”, informó la organización. “Los testigos dijeron que los militares dispararon a la gente, violaron mujeres, y atacaron a todo el que veían”.
Otros receptores durante mucho tiempo de apoyo de EE.UU., los militares etíopes, también estuvieron involucrados en abusos el año pasado, después de ataques por pistoleros contra una granja comercial. Como reacción, según Human Rights Watch, miembros del ejército etíope violaron, arrestaron arbitrariamente, y atacaron a aldeanos locales.
Los militares ugandeses han sido los principales testaferros de EE.UU. cuando se trata de mantener el orden en Somalia. Sus miembros, sin embargo, estuvieron implicados en golpizas e incluso la muerte de civiles durante agitación interior en 2011. Burundi también ha recibido significativo apoyo militar de EE.UU. y altos oficiales de su ejército han estado recientemente vinculados al comercio ilegal de minerales, según un informe del grupo de vigilancia ecológica Global Witness. A pesar de años de cooperación con los militares de EE.UU., Senegal parece ser ahora más vulnerable al extremismo y cada vez más inestable, según un informe del Instituto de Estudios de Seguridad.
Y así suma y sigue en todo el continente.
Historias de éxito
Aparte del Golfo de Guinea, el principal portavoz de AFRICOM mencionó a Somalia como otra importante historia exitosa de EE.UU. en el continente. Y es verdad que Somalia es más estable ahora de lo que ha sido en años, incluso si al-Shabaab debilitado sigue realizando ataques. El portavoz incluso se refirió a un reciente informe de CNN sobre una pequeña cantidad de turistas que entró al país desgarrado por la guerra y la construcción de un centro turístico costero de lujo en la capital, Mogadishu.
Pregunté por otras historias de éxito de AFRICOM, pero solo se le ocurrieron estas dos. Nadie debiera sorprenderse por ese hecho.
Después de todo, en 2006, antes de la existencia de AFRICOM, once naciones africanas se encontraban entre las veinte principales en el Índice de Estados Fallidos anual del Fondo por la Paz. El año pasado esa cantidad había aumentado a 15 (o 16 si se cuenta la nueva nación de Sudán del Sur).
En 2001, según la Base de Datos de Terrorismo Global del Consorcio Nacional para el Estudio del Terrorismo y las Respuestas al Terrorismo en la Universidad de Maryland, hubo 119 incidentes terroristas en África subsahariana. En 2011, el último año para el cual aparecen cifras, hubo cerca de 500. Un reciente informe del Centro Internacional de Estudios de Terrorismo en el Instituto Potomac de Estudios Políticos contó 21 ataques terroristas en las regiones del Magreb y del Sáhel en África del norte en 2001. Durante los años de Obama, las cifras han fluctuado entre 144 y 204 por año.
De la misma manera, un análisis de 65.000 incidentes individuales de violencia política en África desde 1997 a 2012, compilado por investigadores afiliados al Instituto Internacional de Investigación por la Paz, estableció que “la actividad islamista violenta ha crecido significativamente en los últimos 15 años, con un aumento particularmente agudo después del año 2010”. Adicionalmente, según la investigadora Caitriona Dowd, “también existe evidencia de la propagación geográfica de actividad islamista violenta hacia el sur y el este del continente”.
De hecho, las tendencias parecen ser lúgubres y misteriosos reflejos de las declaraciones de los dirigentes de AFRICOM.
En marzo de 2009, después de años de entrenamiento de fuerzas autóctonas y cientos de millones de dólares gastados en actividades de contraterrorismo, el general William Ward, el primer dirigente del Comando África de EE.UU., presentó su informe inaugural de la situación al Comité de Servicios Armados del Senado. Fue poco prometedor. “Al-Qaida”, dijo, “aumentó dramáticamente su influencia en el norte y el este de África durante los últimos tres años con el crecimiento de al-Qaida de África Oriental, al Shabaab, y al-Qaida en el Magreb Islámico (AQIM).”
En febrero de este año, después de otros cuatro años de participación militar, ayuda a la seguridad, entrenamiento de ejércitos autóctonos, y cientos de millones de dólares adicionales en financiamiento, el comandante entrante de AFRICOM, David Rodriguez, explicó la actual situación al Senado en términos más siniestros. “La principal prioridad del comando es África Oriental concentrada en particular en las redes de al-Shabaab y al-Qaida. Esto es seguido por violentos [movimientos] extremistas violentos y al-Qaida en el norte y el oeste de África y el Magreb Islámico. La tercera prioridad de AFRICOM es contra las operaciones del ELS [Ejército de Resistencia del Señor].”
Rodriguez advirtió que, “con la creciente amenaza de al-Qaida en el Magreb Islámico, veo un mayor riesgo de inestabilidad regional si no la enfrentamos agresivamente”. Además de ese grupo declaró que al-Shabaab y Boko Haram constituyen importantes amenazas. También mencionó los problemas planteados por el Movimiento por la Unidad y la Yihad en África Occidental y Ansar al-Dine. Libia, dijo, es amenazada por “cientos de milicias diferentes”, mientras M23 “desestabiliza toda la región de los Grandes Lagos [de África Central]”.
En África Occidental, admitió, también existe un importante problema de narcotráfico. De la misma manera, África Oriental “sufre un aumento en el tráfico de heroína a través del Océano Índico desde Afganistán y Pakistán”. Además, “en la región del Sáhel en el Norte de África, el tráfico de cocaína y hachís es facilitado por, y beneficia directamente a, organizaciones como al-Qaida en el Magreb Islámico conduciendo a un aumento de la inestabilidad regional”.
En otras palabras, diez años después de que Washington comenzó a gastar dólares de los contribuyentes en la lucha contra el terrorismo y esfuerzos de estabilización en toda África y que sus fuerzas comenzaron a operar desde Camp Lemonnier, el continente ha experimentado profundos cambios, pero no los que deseaba EE.UU. Berny Sèbe, de la Universidad de Birmingham, señala la Libia post revolucionaria, el colapso de Malí, el ascenso de Boko Haram en Nigeria, el golpe en la República Centroafricana y la violencia en la región de los Grandes Lagos de África como evidencia de creciente volatilidad. “El continente es ciertamente más inestable hoy en día de lo que era a principios de los años 2000, cuando EE.UU. comenzó a intervenir más directamente”, me dijo.
A medida que termina la guerra en Afganistán (un conflicto nacido del efecto de bumerán) habrá más incentivo y oportunidad para proyectar el poder militar estadounidense en África. Sin embargo, incluso una lectura superficial de la historia reciente sugiere que es poco probable que ese impulso logre los objetivos de EE.UU. Aunque la correlación no iguala la causalidad, existe amplia evidencia que sugiere que EE.UU. ha facilitado una diáspora del terror, poniendo en peligro a naciones y a los pueblos en toda África. Después del 11-S, funcionarios del Pentágono tuvieron problemas para mostrar evidencia de una importante amenaza terrorista africana. Actualmente, el continente está repleto de grupos militantes que cruzan cada vez más fronteras, siembran la inseguridad, y destacan los límites del poder de EE.UU. Después de diez años de operaciones estadounidenses para promover estabilidad por medios militares, los resultados han sido todo lo contrario. África se ha convertido en un centro de repercusiones negativas.
Nick Turse es editor asociado de TomDispatch.com. Laureado periodista, sus trabajos se publican en Los Angeles Times, The Nation y, con regularidad, en TomDispatch . Es autor de varios libros, el más reciente de los cuales es “ Kill Anything that Moves: The Real American War in Vietnam ” (The American Empire Project, Metropolitan Books). Es también autor de “ The Changing Face of Empire: Special Ops, Drones, Spies, Proxy Fighters, Secret Bases, and Cyberwarfare ” (Haymarket Books).


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